Número 52: octubre a diciembre de 2021

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Revista CEMCI - Número 52

Ocio: Cartas a P: Mediterráneo moral

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Cartas a P: Mediterráneo moral

Cogí la taza y apuré el café de un sorbo. Después, antes de abandonar la mesa, agarré el vaso de agua con gas, me enjuagué el gaznate y me marché. Sin mirar atrás, al estilo de esos héroes de las películas que escapan de una explosión como si, llanamente, estuvieran cerrando la puerta al salir de casa. Ella se quedó impertérrita, presa de un hieratismo solemne. O al menos eso creo, porque no regresé la mirada. Tal vez no, puede que continuara dándole vueltas a lo que le dije o mirando el reloj para irse a otra parte o puede que, quién sabe ya, siguiera en su debe, repensando por qué me gustaba el agua con gas. O sea, harina de otro costal. Aunque algo si queda claro, en este país no sabemos despedirnos. No sabemos decir adiós, porque al hacerlo, en nuestro fuero particular, es una pequeña muerte. Una página que cierras y que, pese a ello, siempre te persigue con la incertidumbre de si volverá a abrirse, y eso, quieras que no, abruma, carcome. Por eso preferimos el hasta luego o, simplemente, alzar la mano mientras nos difuminamos en la muchedumbre. Asumiendo que, bueno, puede suceder si se quiere, pero no tiene porqué ocurrir. Es la seguridad de aquel que sabe que no va a perder nada si vuelve.

Ocio

Hace tiempo que tenía pensado escribirte, pero siempre me atosigo con banalidades que no conducen a ningún lugar. En cambio, hay momentos en los que parapetado de la inmensidad más agreste de la vida, sin importar dónde, cómo o por qué, te pienso. En ese instante las palabras tienden a brotar de la nada, bordándose en la lejanía de mis pensamientos. Con suerte, en uno de esos panegíricos de la sinrazón, agarro papel y boli y te compongo un escueto párrafo. Allí trato de explicarte cómo, errante y aprovisionado exclusivamente con tu yo, me dirijo raudo al frente, a aquel lugar en el que aún me adeudo esa capacidad incontestable de poner en orden todo aquel desbarajuste. Y para ello, estimada, solo he encontrado una forma de hacerlo; dejando furtiva esta pulsión que me recorre, soltando de mi este olvido.

Todo inicio tiene la desazón y la agonía que marca la idealización del paso del tiempo. Del creer que fue sin ser, y del recordar, sin haber sido, que algo que ya nunca fue, jamás podrá ser destruido. La diferencia con respecto al final, es que el inicio siempre es una cumbre, aunque empiece en llanura. Un punto de inflexión hacia otro lugar, hacia cualquier otra parte. Para escapar de un inicio han de hilvanarse sujetos, tiempos y espacios, que entre la suerte y la desgracia, todos debemos de encontrarnos tarde o temprano. En este caso, dejarán constancia las palabras, aunque apuntaré, ya desde el comienzo, que aun teniendo cientas o miles de ellas, todas se ven presas de un simple punto. En ocasiones aparte, en otras final, en otras, aunque pese, seguido de dos más; de unos extensos y tensos puntos suspensivos.

Ocio

El otro día, pululando -como siempre- volví a mi lugar favorito de la ciudad. Ya sabes cual. Entré al Carmen, pedí un café y me apoltroné al otro lado de la barandilla, expectante ante la fastuosidad de la Alhambra, el gorgoteo de las fuentes y de los pájaros que saltaban de rama en rama de las parras que hay sobre la pérgola de madera. Fue en ese silencio atronador cuando te cavilé. Me viniste a la mente en una de aquellas tardes que pasamos en Capri, sentados a orillas del Tirreno. Llevabas un vestido de encaje blanco, unas esparteñas a juego sin abrochar y unas gafas oscuras. Tu larga melena, alborotada y húmeda, descendía por tu espalda. Tu piel, en cambio, estaba más dorada que de costumbre, y, como siempre te he dicho, me recordaba al praliné. Aunque siempre también dejaré la duda de no saber si por el color, el olor o el sabor. Estábamos frente a uno de los embarcaderos, en una de aquellas mesas de forja pintadas de azul y provistas de mantel blanco. Tomábamos dos negronis, en tanto yo garabateaba algunas notas y la brisa nos desperezaba. La tarde caía sobre nosotros, y tú, mientras mordisqueabas sutilmente el trozo de naranja, acariciabas con tu pie desnudo mi pierna al ritmo que batían las olas antes de estrellarse contra las rocas. En uno de aquellos tintineos tuyos erguí la cabeza de mi cuaderno y busqué tu rostro. Espere un leve susurro a que los dos, tras nuestras gafas de sol, intuyéramos que nuestras miradas se encontraban. Sibilinos, en silencio, y con el agitar de las olas de fondo, dejaste escapar tu sonrisa, esa a medio camino de todo. Yo, para calmarme, puse mi mano en tu pantorrilla. Tú, ipso facto, la apretaste fuerte, como si fuera a escaparme, y me besaste la mejilla antes de soltarla de nuevo sobre tu pierna. Al fondo, el manto de la luz opiácea y cobriza del sol era engullido por el horizonte, hasta que se difuminó y se extinguió por completo. Los dos nos quedamos iluminados por las candilejas de algunos veleros perdidos en la mar y las hileras de bombillas que estaban trenzadas entre los restaurantes del paseo.

En aquel liviano bramido de la mañana sentí como el Tirreno traía el salitre a mí y pensé, incluso, que tu pie aun jugueteaba con mi espinilla. En ese instante, obnubilado por el recuerdo, el camarero sigiloso se colocó tras de mí y me puso el café sobre la mesa. Tú, como la última vez, te esfumaste. Así que, para calmar todo aquello, decidí que debía empezar a escribirte.

Ignacio J. Serrano Contreras

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La Revista CEMCI es una publicación trimestral del Centro de Estudios Municipales y de Cooperación Internacional, Agencia Pública Administrativa Local de la Diputación de Granada.

Revista CEMCI - Número 52

ISSN 1989-2470

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