Helados
En las calles huele -cuando se tercia y nos dejan salir- a fumata gris, a tronco quemado, a candela, a castañas asadas y a toda esa serie de olores de secano presos de las llamas. Mientras, los viandantes se refugian entre máscaras, bufandas, gorros y abrigos del gélido frío que asola este largo invierno, no solo el estacional. Entre los zigzagueos de la ciudad se escamotea el vaho que se impregna en las ventanas, rememorándose frente a ellas, las de un tiempo en las que había tumulto al otro lado. En cambio, al levantar la vista, se ve la sierra encapotada por su manto blanco. Allí, al revés que alrededor de sus faldas, la gente apremia por ir al frío en busca de un montón de nieve. Una blanca extensión que se deleita con las mieles del ahora.
Sin embargo, hubo un tiempo en el que ir hasta allá no era un disfrute, y menos aún, un presente que fuera a saciarnos en el instante exacto de tocar tierra, mejor dicho, nieve. Hace ya algunas decenas, centenares de años, subir hasta la sierra solo era un paso más en el aprovechamiento del medio y la fauna. Al igual que la madera tiene sus tiempos: corte, secado y quema para producir calor; el frío y gélido manto era empleado en las épocas más cálidas para lidiar y combatir las tórridas temperaturas. La juventud cree que la televisión, la vitrocerámica o el frigorífico, son bienes sin los que sería imposible vivir, al igual que la generación anterior se pensaba que era impensable vivir sin un lavabo. De todos modos, la sociedad y la tecnología avanzan para que uno no tenga que pregonar fuera del internet y poder comer caliente o frío. Aunque no sé si por suerte o desgracia, adelante o atrás, un paso es.
Los encargados de llevar a cabo aquella ardua labor helada se denominaban como neveros. Eran hombres que, bestias mediante, se dedicaban a transportar desde las sierras las aguas congeladas. Este oficio, dependiendo del lugar, se desempeñaba desde la creación artificial de reductos para almacenar la nieve en las zonas frías, hasta su recolecta y a la ya de por sí compleja tarea de carga y transporte por escarpados caminos. En Granada, por la cercanía de la Sierra, y según recoge el profesor Manuel Titos, los neveros salían de casa antes de la hora de comer, para que, a la caída de la noche, la nieve de los ventisqueros pudiera estar presta para ser cargada y transportada, para más tarde ser vendida en la ciudad. Con el paso del tiempo se emplearon puntos comunes, preparados para el mantenimiento y distribución, uno de ellos situado en la Calle Varela, en lo que se conoció como la fábrica de hielo.
El trabajo del Catedrático Titos Martínez -gran ducho de la sierra-, Los neveros de Sierra Nevada. Historia, industria y tradición, recoge con gran fruición la evolución de este oficio hasta que el devenir lo fue relegando al colapso y desaparición a mediados del siglo pasado. Hoy, en cambio, ya solo quedan algunos restos y localizaciones de esta labor artesanal. Es el caso de los caminos que estos labradores del frío transitaban, que se han transformado y acondicionado para que los viajeros y turistas continúen las otrora sendas del hielo, y poder así perseguir, desde la comodidad del siglo XXI, las certezas que el paso del tiempo nos ha ido apilando.
Ignacio Jesús Serrano Contreras
La Revista CEMCI es una publicación trimestral del Centro de Estudios Municipales y de Cooperación Internacional, Agencia Pública Administrativa Local de la Diputación de Granada.
Revista CEMCI - Número 48
ISSN 1989-2470
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