Manifiesto en favor de la experiencia
Parece que hay un jolgorio que vuelve a reinar, aunque todavía esté lejos ese tiempo de amada incertidumbre. Aún es pronto para rescatar la idea de que todo ha vuelto a su ser. Son tiempos de nueva normalidad, del fin de la mal llamada (des)escalada –no hemos descendido sobre los mismos pasos que, por desgracia, nos encumbraron-. Aunque aún suena tosca, porque no suena. Los motores no se reactivan y las economías aún adolecen. La Alhambra, por ejemplo, no alcanza más allá de los 300 visitantes diarios, de media, en era A.C (antes del Covid), superaba los 8000.
Mientras que los cambios coletean, hay otros que parecen venir para quedarse, pero ¿A qué precio? La reducción de las distancias con la era digital nos ha permitido no salir de casa y seguir trabajando. Se han impuesto nuevos métodos para que la vida pudiera seguir “normal”. Aunque desde este humilde entender, los cambios que ofrece la era digital solo han de ser una tónica excepcional, de salvaguardia, no una imposición perpetua. Este tiempo ha demostrado, con creces, que el ser humano es un animal social. Insisto, no hay que desdeñar los avances, habría que ahondar en tenerlos presentes, pero nunca deberían de ser la nota que marcara el paso.
Y escribo esto desde una singularidad muy certeramente apuntada. Miremos a nuestra ciudad, que, junto con Salamanca o Santiago de Compostela, están entre las ciudades universitarias por antonomasia. Las tres cuentan con espacios de investigación de más de cinco siglos, por lo que los cambios que estos centros han traído a estas urbes han arraigado en su acervo, crecimiento y desarrollo. En este caso particular nuestro, uno puede observar ese devenir a poco que se percata del paso de las estaciones. Al llegar septiembre, la ciudad cambia, se vuelve vigorosa, el calor amaina y los estudiantes comienzan a diseminarse por lo largo y ancho de nuestras calles y plazas. Ocurre justo lo contrario en las semanas finales de julio y, especialmente, en agosto. La ciudad, durante la canícula, se desgánela, pierde fuelle. Y es que, nuestra Graná, es un totum revolutum dónde cada recodo tiene una función y, dónde todos y cada uno de ellos, han de estar prestos para poner de su parte.
En esta especial disertación se esconde un alegato en favor de la Universidad. No solo como lugar del saber, de la búsqueda de la verdad y del empleo de la razón, sino en la vanagloria que supone transmitir el pensamiento a través, también, de la experiencia. La universidad no es solo un terreno dónde los alumnos han de conocer teorías, desarrollar nuevos conocimientos y aprehender de lo que hay en los libros (y en internet). La universidad ha de ser entendida como otro paso vital para el desarrollo del ser.
Se escriben estas loas al mundo analógico porque los datos apuntan a situaciones que, de ocurrir, podrían ser, cuanto menos, lesivas. El miedo a posibles escenarios en los que haya que volver a confinarse están provocando que los estudiantes afronten este paso esencial con demasiadas prebendas. Y las universidades, para no quedarse atrás, están ofreciendo beneplácitos que distan mucho del ideal. No consiste en pasar por la universidad; aprobar determinadas asignaturas, obtener un título y, con suerte, encontrar un trabajo. No, no es eso. Consiste en que la universidad pase por ti. Consiste en aprender a marcar tus pautas siendo ahora tú el adulto que ha de estar pendiente de sí mismo; en acostarse tarde, levantarse temprano, hacer una escuálida tortilla, salir antes de un examen, comer fuera, hacer amigos, equivocarse, caerse, levantarse… Una y otra vez. Solo así se entiende la universidad.
Pero, he de insistir, escribo esto porque las futuras generaciones se merecen saberlo: han de salir de la zona confort y descubrir. No debemos abogar por la excepcionalidad de quedarse en casa delante de una pantalla viendo como un profesor narra el tema que toca. La universidad va más allá de levantar la mano en clase, buscar un pupitre libre o el encontrar un libro en la biblioteca… La universidad es también conocer una ciudad, sus gentes, su cultura, su gastronomía… Solo mediante esa entropía el ser humano se convierte en ciudadano, ciudadano de Granada, de Salamanca, de Santiago y, a la par, del mundo. Porque esas universidades, como los alumnos, son todos parte de un ecosistema que está creando personas, pero también está dando vida a esas ciudades.
Ignacio Jesús Serrano Contreras
La Revista CEMCI es una publicación trimestral del Centro de Estudios Municipales y de Cooperación Internacional, Agencia Pública Administrativa Local de la Diputación de Granada.
Revista CEMCI - Número 46
ISSN 1989-2470
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