90 minutos, y al otro lado la eternidad
Dicen, y no andan desencaminados, que el fútbol es el deporte del pueblo. Ese que se inventó en Inglaterra durante los descansos de trabajo de las fábricas con los obreros pegando patadas a bolas. Se dice también que el fútbol es un deporte de once contra once en el que siempre gana Alemania. Pero oye, a fin de cuentas, al menos ahora, a los españoles tampoco nos ha ido tan mal. Es lo que tenía dejarlo todo a un lado, y que, como radiaba la canción que cantaba Gelu: por qué los domingos por el fútbol me abandonas. Por algo es el deporte rey, que tiene esa capacidad de fundir lo popular con lo profano, transformando lo inverosímil en mundano, donde el frotarse los ojos a veces no es suficiente para recobrar la cordura.
Se preguntará el humilde lector aquello del dicho, de adónde vas, manzanas traigo. Y no es negar la mayor, pero el ejercicio balompédico, quién más o quién menos, lo ha tenido en más de una ocasión delante, sin necesidad de soñar con meter un gol en la final de un mundial. Esto convierte a este deporte en un acto pop, de cultura llana, donde los eventos se transforman en atemporales, carcomiendo para siempre la retina del espectador.
Por ello, en un deporte con más de un siglo de historia, las locuras, las excentricidades y las anécdotas, han dejado muescas en la memoria con tinta indeleble. Puestos a rememorar alguna, por qué no viajar años atrás, donde los futbolistas eran parte del pueblo y los millones aún no habían venido a empantanarlo todo.
A lo largo de la historia los mitos han ido dando paso a las leyendas, y con ellas a los dioses. El primero, al menos, que se le tildó de ese modo, metía los goles con la mano, y corría como en una estampida hacia la portería rival. Tenía melena larga y en la zamarra portaba el 10. No sé si me van siguiendo.
El Diego, Maradona para el común, se convirtió entre peripecias, gambeteos e imposibles, en el mejor jugador del mundo, para algunos de la historia, y a su vez, en un icono, como no, con sus símbolos y su religión. Como Jesús de Nazaret, este mesías del milenio pasado, desbordaba su fama más allá de las yardas de un campo de fútbol.
Corría el verano del 87 y Maradona estaba en la cúspide del fútbol. Hacía solo un año había ganado el mundial para Argentina. Su poder alcanzaba cualquier resquicio, y como un rey Midas, todo lo que tocaba lo convertía en oro. Este era el caso de sus hermanos. Sin la calidad del 10, pero con el apellido a la espalda. Hugo, nueve años menor que él, jugó en el Rayo y su hermano Lalo, en el año de la consagración del Diego, correteó su estampa por el verde de los Cármenes.
Procedía de Boca Juniors, y cómo no, venía con la vitola de estrella -aunque su traspaso quedaría saldado con la taquilla de un solo partido, no siendo precisamente este uno oficial. En noviembre del 87, y con unos Cármenes sin abarrotar, lo indisoluble se hizo soluto. Los tres hermanos se vistieron con la rojiblanca, era parte del trato que el club había acordado dentro del traspaso (y principio de farándula) de Lalo. Fue en un partido amistoso, contra el Malmoe, un equipo sueco que hizo las veces de esparrin. El resultado fue lo de menos, 3-2 para los granaínos, con goles de Diego y Lalo.
El negocio, deportivamente podría tildarse de nefasto. El recuerdo, de inmortal. Quien allí estuviera no olvidará aquello; Maradona campeando enfundado con la elástica local. Si hubiera que rescatarse alguna crónica, seguramente diría algo así: Los Maradona pusieron los goles, pero Granada lo hizo posible.
Eso es esta ciudad. Qué decir, si Granada ante lo inverosímil se torna en pleonasmo.
Ignacio Jesús Serrano Contreras
La Revista CEMCI es una publicación trimestral del Centro de Estudios Municipales y de Cooperación Internacional, Agencia Pública Administrativa Local de la Diputación de Granada.
Revista CEMCI - Número 43
ISSN 1989-2470
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